Cuando cumplí seis meses lactando, la pediatra de mi hijo me dijo: “Soy pro lactancia materna, pero ya cumpliste con el tiempo recomendado. Podrías dejar de hacerlo“.
Yo quería seguir. Ya lo había decretado varias veces: iba a lactar hasta que me saliera la última gota de leche. “Puede tener 20 años y si se sigue pegando, te seguirá saliendo leche”.
No importaba lo que dijeran, esta sería mi historia de lactancia: lo daría todo.
Lactancia con un bebé prematuro
Técnicamente mi hijo fue prematuro. Llegó en la semana 35 y se aplicó el protocolo: él nació, lo vi unos segundos e inmediatamente se lo llevaron para revisarlo y colocarlo en incubadora. El médico que lo recibió me visitó para decirme que todo estaba bien y para regalarme una lata de fórmula.
No tenemos nada en contra de la fórmula, pero me ofendí. Ni siquiera había intentado pegarme a mi bebé al pecho y él ya asumía que la necesitaba. Yo iba a amamantar, hasta la última gota.
El primer encuentro no fue fácil, sentía que lo estaba haciendo todo mal. Y aunque sabía que al inicio todo era calostro, me preguntaba cuándo llegaría la leche.
Luego de dos días de espera y de un masaje tan poderoso como doloroso, ocurrió. Sí, finalmente salió, como un chorro que decretaba la abundancia. Ahora sí, sería una madre lactante hecha y derecha.
Lo que vino luego de ese momento de gloria fue una serie de situaciones que si bien no mermaron mi impulso inicial, sí lo hicieron más cuesta arriba y no tan bonito como me lo había contado yo misma.
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La primera semana acabé con los pezones destrozados. Nada que una crema no pudiese curar. Pero a la tercera semana, cuando ya casi llegaba a la maestría de posiciones y lugares, el bebé es diagnosticado con alergia a la proteína de la leche de vaca. Lo que yo comía, a través de mi leche, hacía que se sintiese muy mal.
La solución: que mi sistema se limpiara en unas dos o tres semanas y una dieta muy rigurosa. Muchos alimentos tienen proteína de leche de vaca. Si lees las etiquetas, te darás cuenta.
A la sexta semana, la lactancia materna iba mejorando pero me encontraron 20 piedras en la vesícula. Había que operar de inmediato. Pero, alto, ¿cómo me van a operar? Con la anestesia no podré dar pecho en quién sabe cuántos días y se me va a ir la leche. No. No. Ni pensarlo.
Esperé que pasaran tres meses y pasé de tener una dieta rigurosa a una extremadamente estricta. Perdí tantos kilos que estaba muy por debajo de mi peso ideal, pero nada importaba… ¡hasta que salga la última gota!
Cuando salí del hospital no pude cargar a mi bebé por unos días, pero seguía lactando. Sí, señora, era una campeona.
Lo que no vi venir: el regreso a la oficina. La gran mayoría de los espacios laborales no están acondicionados para la lactancia y yo tuve usar una sala de juntas con cámaras acechándome.
Mi producción bajó. Empecé a tomar y hacer de todo: agua de arroz, agua de avena, el té de la plantita tal o cual de la hierbera del mercado, las galletas especiales para lactancia, los masajes de Youtube…todo, todo, todo. Hasta que me rendí: mi leche no era suficiente, así que podíamos complementar con fórmula. Sentía al Dr. aquel y su lata viéndome con una sonrisa.
El estado de relajación en el que yo entraba mientras lactaba no tiene palabras. Sin duda era un beneficio mutuo, pero las últimas semanas me sentía muy cansada. El bebé se pegaba de 3 a 6 am. Había llegado el momento de parar la lactancia materna.
Iba a dejar de amamantar
Mi última gota salió a los trece meses. Fue una decisión liberadora, y aunque partió de mí, de alguna forma quiero pensar que también fue de él. Días antes le hablé, le dije que había sido hermoso poder alimentarlo, que me encantaba hacerlo, pero que “mamma” estaba muy cansada. Cuando llegó el momento fue un proceso generoso. Él lo había aceptado también y seguro sentía mi cansancio.
Muchos aprendizajes quedaron de esta historia: la romantización de la maternidad, sus procesos y lo fácil que es caer en ella. Que ninguna lactancia es perfecta o tiene que ser adjetivada, simplemente es. Cada experiencia es única y diferente. Se sufre, pero se goza: siempre quedará esa inmensa paz que experimentaba al lactar.
La lactancia materna iba a llegar a su fin, la última gota pudo ser a los tres o a los seis meses, daba igual. Lo importante no era la última gota, sino todas las anteriores.
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Paola Palazón
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